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31 de agosto, 2010

En aquellos días el país se paralizaba. El primero de septiembre era de fiesta nacional sease de ocio decretado por el informe presidencial. Creo que ya le conté de mi tío Agapito de soto la Marina. El hombre, rústico y honorable como la gente del campo, desde temprano cruzaba la calle y se instalaba en la peluquería de su sobrino Juan el cual poseía un preciado radio, de esos que por las noches “agarraba” hasta los discursos de Fidel y el Che, recién llegados al poder cubano por efectos de su revolución.

Pues bien, el tío Agapito recetabase “de pe a pa” el informe que recordareis no duraba menos de cinco horas. Su frustración llegaba al comprobar que ni siquiera una palabra se había dedicado a su pueblo querido. Entonces con el hambre a cuestas y su enojo no simulado, sentabase a la mesa sin dejar de repetir: “¡chingao!, no sé qué pasa, este  amigo no dijo nada de la Marina”. El rencor duraba hasta la cristiana resignación que en ocasiones se alargaba varias semanas, hasta que por fin, una noche se le oía decir: “Vamos a ver si tenemos mejor suerte el próximo año”.

Recreo la escena porque entonces había real esperanza en la palabra presidencial y a ella se atenía la creencia popular. En este sentido no es exagerado decir que el primero de septiembre jugaba a las venciditas con el diez de mayo y el doce de diciembre. De ese tamaño era el respeto hacia el titular del ejecutivo federal.

Sin embargo el respeto también tiene sus valores y estos empezaron a deteriorarse en la época de Díaz Ordaz cuando enfrentó uno de los máximos retos al sistema como lo fue el movimiento estudiantil. Así el uno de septiembre del 68 escuchamos los primeros reclamos a la figura presidencial.

Después ya fue la pura pachanga: Echeverría dormía con sus larguísimos discursos, aunque en tales sueños percibía la indignación nacional al considerarlo como operador de la masacre del dos de octubre. Los mexicas supimos también del presidente “llorón”, el de la promesa de defender el peso “como perro” y cuyo triste final fue un rincón, agraviado no solo por la vedette que tomó  como esposa, sino por sus hijos primeros que no le perdonaron su frivolidad que alcanzó grado de santidad.

¿Cómo olvidar los paseos por alta mar casi cada semana, siempre acompañado por Rosa Luz Alegría su secretaria de Turismo y  los chismes que circulaban alrededor de esta íntima relación?. Mientras tanto doña Carmen Romano divertiase en Europa “llevando cultura” a la cuna de la creación más sublime de la humanidad. Oiga, llevar la sinfónica de México a Austria, ¡por favor!.

A pesar del ridículo institucional igualado quizá solo a los caprichos de los monarcas del Medievo, el primero de septiembre persistía como fecha nacional hasta la ocasión en que Porfirio Muñoz Ledo le faltó al respecto a Miguel de la Madrid. Entonces supimos que los presidentes de México eran de carne y hueso.

Y de ahí pa’l real ya ve, hemos llegado hasta el rechazo del presidente en turno de leer su informe frente a la “representación popular”. Usted dirá que ello evita el culto a la personalidad y en parte tiene razón, aunque como dicen los rancheros, “es correcto, pero no exacto”. A lo mejor nomás es miedo de enfrentar la crítica porque no hay argumentos pa’ responderla como ha de ser.

SUCEDE QUE

Tiene razón mi estimada María Luisa Álvarez. En este centenario de la Revolución y bicentenario de la Independencia no hay nada que celebrar, al contrario debiéramos avergonzarnos de un país cada vez más distante de los anhelos libertarios en todos los sentidos. ¿Dónde estuvo la falla?, quizá en la falta de valor pa’ erradicar la corrupción de un sistema inmoral de origen.

Por cierto, olvidé decirle que en Montparnasse en Paris, don Porfirio casi comparte vecindad con Oscar Wilde. Y no es presumidera pero el escribidor  lo vio “con sus propios ojos”.

Y hasta la próxima. 

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