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3 de agosto, 2011

Para las mujeres de roca: J y J.

 

 Mi padre sobrevivió 20 años a mi madre. Todo ese tiempo, el Día de la Madre, el Día de los Fieles Difuntos, el aniversario de su nacimiento y de su muerte, llevó un ramo de flores a la tumba de su esposa. Por esas fechas, yo adjudicaba –era un hielo en mis relaciones afectivas- esas acciones a la religiosidad de mi padre; no era capaz de percibir ni comprender, -menos de sentir- lo más mínimo del complicado mundo emocional.

  Algunas veces lo acompañé. Al cruzar la puerta del panteón, se tornaba silencioso; se ensimismaba: yo, y todo, dejaba de existir para él. Arrancaba la hierba que crecía alrededor del rectángulo de mármol. Acomodaba las rosas en una jardinera que previamente llenaba de agua, y luego se ponía a los piés de la lápida.

 Siempre observé con respeto su ritual. Yo no tenía nada qué hacer, en un encuentro en el cual lo último que a él le interesaba eran los vivos.

 Por un largo rato, fija la mirada en el lugar donde estaría el rostro de su mujer, movía los labios. Nunca le escuché una palabra. Nunca pude descubrir, si rezaba o hablaba con mi madre. Yo permanecía sentado, en una gabeta vecina. A contrapicada, lo veía poderoso con sus espaldas y brazos de leñador. Jamás le ví derramar una lágrima; pero le escuché muchos suspiros, que ahora veo como el habla corporal de la añoranza.

 Finalizada la visita, decía:

 -Vámonos.

 Sin saber qué replicar, me ponía a su lado y caminábamos de regreso a casa. Entonces recuperaba mi espacio en su vida. Disfrutaba el regreso, porque era la vuelta al mundo terrenal. El movimiento de su labios –de nueva cuenta- emitían sonidos. Su forma de platicar conmigo era interrogando. Me hacía sonreír esa intuitiva mayéutica.

  ¿Porqué los gringos no quieren a Fidel Castro?..

  ¿Qué es la Guerra Fría?..

  ¿Los rusos son más poderosos que los gringos?

  ¿Qué quieren los comunistas?..

  Universitario, con decenas de libros en la recámara, en la sala y en la cocina, tenía para eso y más. Respondía, a mi juicio sin dudas, todo lo que se me requería. Esas remembranzas, como brisa, golpearon mi rostro y se licuaron en mis ojos cuando depositamos su cuerpo sobre la cripta de mi madre. Dieron comienzo, entonces, mis cuestionamientos.

  La época del deshielo, me trajo otras visiones y otras sensaciones. Comprendí que las visitas de mi padre al camposanto, no eran un asunto meramente espiritual. Entendí que en el fondo de sus gestos, subyacía la íntima intención de nutrir, de alimentar el recuerdo. Me di cuenta, de su desesperado esfuerzo por escapar del duelo –que sin duda es el más doloroso de los abandonos-. Percibí, que intentaba –estoy seguro que lo logró- aliviar su soledad. Aprendí, que rememorar puede ser una forma de disfrute y no de sufrimiento.

 Él fue un hombre felíz.

 Con la compañía de su pareja, y con la ausencia de su pareja.

¿Porqué llevar flores a álguien que ni las va a recibir, ni las va a disfrutar?

¿Porqué mantener la devoción por álguien que ya no está?

¿Porqué recordar, tanto y por tanto tiempo a quien se fue de nuestro lado?..

No he encontrado respuestas racionales. Tengo una, que está en la subjetiva e inasible esfera emocional: mi padre fue un hombre enamorado. Me gusta recordarlo, porque esa conclusión me condujo a restañar mi universo afectivo.

Desde entonces, ya no fuí el mismo.

Y debo decirlo: me siento más libre con mi nuevo equipaje.

Procuro seguir sus pasos: dar amor en la presencia y en la ausencia; cultivar día a día los recuerdos y amar –incluso-, a quienes no pueden amarnos.

 Años después, leí sobre un ruta 14 -de Júarez a Universidad- a Erich Fromm.

 Me dí cuenta, que estaba en el camino correcto…

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